Visto en Revista Mundo Nuevo, ed. Mayo 2008

Había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que en una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida.La ciudad era muy oscura en las noches sin luna, como aquella.
En determinado momento, se encuentra con un amigo. El amigo lo mira y de pronto lo reconoce. Se da cuenta de que es Guno, el ciego del pueblo.
Entonces le dice:
– ¿Qué haces Guno, tú, un ciego, con una lámpara en la mano? Si tu no ves…
Entonces, el ciego le responde:
– Yo no llevo lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mi…
No sólo es importante la luz que me sirve a mi, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella.
Anónimo

«¿Y dónde encontrar al Atmán? ¿Dónde moraba? ¿Dónde latía su eterno corazón? ¿Dónde si no en nuestro propio yo, en lo más hondo, en aquel reducto indestructible que todos llevamos dentro? Mas, ¿dónde, dónde se hallaba este Yo, este Interior, este Ultimo? Los más sabios enseñaban que no era carne ni hueso ni pensamiento ni conciencia. Entonces, ¿dónde se encontraba? ¿Existía otro camino para alcanzar el Yo, el sí mismo, el Atmán, un camino que valiera la pena buscar?»